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Más allá de cuestiones procesales, la prueba es, sin duda, núcleo esencial de cualquier juicio penal, cuya práctica y valoración por el tribunal va a ser determinante para el resultado de la sentencia. De entre las diversas pruebas que se pueden practicar, nos encontramos con el interrogatorio del acusado (o acusados), que como hemos visto en otras entradas del blog, cada vez es más usual que se practique en último término; la documental (ya sea escrita, ya sea en soporte videográfico, etc.), ya se haya ido practicando a lo largo de la fase de instrucción o ya se aporte por las defensas en el propio juicio; periciales; y, por supuesto, la prueba testifical, cuya práctica viene recogida en los artículos 701 a 722 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Evidentemente, la valoración que por el órgano enjuiciador se haga de estas pruebas testificales no es sencilla. Por un lado, aunque cualquier testigo tiene obligación de decir verdad y de responder todas las preguntas que se le realicen, al contrario que un acusado, pudiendo incurrir, en caso contrario, en un delito de falso testimonio, es imposible no cuestionarse su imparcialidad cuando tiene relación, más o menos estrecha, con cualquiera de las partes. Por otro lado, la cada vez mayor dilación de los procedimientos penales puede dar como resultado que cuando un testigo sea llamado a declarar no recuerde con el suficiente detalle los hechos. Y, además, obviamente, la percepción que un testigo tenga de cómo sucedió un determinado hecho no tiene porqué ajustarse, necesariamente, a la realidad.

En este sentido, la reciente Sentencia del Tribunal Supremo nº 771/2024, de 13 de septiembre, de la que ha sido ponente D. Javier Hernández García, nos permite arrojar luz sobre cómo ha de valorarse la fiabilidad de una declaración testifical.

Así, dicha sentencia empieza por considerar que:

La información transmitida por un testigo debe ser objeto, por tanto, de una atribución de valor reconstructivo. Para ello, deben identificarse elementos contextuales tales como las circunstancias psicofísicas y psico-socio-culturales en las que se desenvuelve el testigo; las relaciones que le vinculaban con la persona acusada; el grado de compatibilidad de la versión ofrecida con lo que desde la experiencia resulte posible; la existencia de corroboraciones objetivas periféricas y de las causas que, en su caso, impiden dicha corroboración; la persistencia en la voluntad incriminatoria; la constancia en la narración de los hechos y la correlativa ausencia de modificaciones o alteraciones en lo que se describe; la concreción o la genericidad del relato atendiendo a la potencialidad de precisión que puede presumirse en el testigo a la luz de las circunstancias concretas; la coherencia interna y externa del relato, en particular su compatibilidad «fenomenológica» con otros hechos o circunstancias espacio-temporales que hayan quedado acreditadas por otros medios de prueba. Pero no solo. Ha de validarse, también, la metodología empleada para obtener la información.

Así, nuestro Alto Tribunal considera que han de tomarse en consideración las circunstancias físicas o socioculturales del testigo, su relación con la persona acusada (y, fuera del caso concreto, cabría añadir que también su relación con la parte denunciante o con otras partes intervinientes en el proceso), el encaje de su versión con otros elementos periféricos que puedan venir a corroborarla, la constancia en su versión (por ejemplo, en comparación con lo que hubiese podido declarar en fase de instrucción o, inclusive, a preguntas que se le puedan hacer por las distintas partes en el propio plenario), así como lo concreto y coherente que pueda resultar su relato.

Pero más allá de estas pautas o reglas relativamente genéricas, la sentencia va más allá al desarrollar y considerar que “en la valoración de la información testifical decisiva para fundar la condena, el tribunal viene obligado a ofrecer razones que patenticen que la decisión no se basa en un juicio voluntarista que se limita a otorgar credibilidad al testigo. Aquellas deben mostrar, además, que la información suministrada por este es altamente fiable. (…) La atribución de valor probatorio reconstructivo a la información testifical no debe venir determinada solo por lo creíble que se considere a la persona que testifica sino por lo fiable que resulte la información que facilita.

Es decir, no bastaría con que el testigo, en su declaración, resulte creíble, sino que es necesario que igualmente sea fiable (entendiendo por fiable que sea verosímil, coherente con el resto de las pruebas practicadas, ajustada a las reglas de la experiencia, etc.), la información que suministra, concluyéndose que:

En términos epistémicos resulta mucho más consecuente con las exigencias cognitivo-materiales derivadas del principio de presunción de inocencia poner el acento en la fiabilidad de la información transmitida que en la credibilidad del testigo como juicio de valor personal

Por tanto, no basta con que se considere al testigo creíble (esto es, deducir que no está mintiendo en su declaración), sino que ha se ha de considerar la información proporcionada fiable, es decir, en palabras del Tribunal Supremo, dicha fiabilidad “se nutre del grado de compatibilidad de dicha información con el resultado que arrojan el resto de las pruebas que integran el cuadro probatorio plenario y las demás circunstancias contextuales acreditadas. Entre estas, desde luego, también aparece la credibilidad personal del testigo que no puede ser, por tanto, un elemento ajeno a la valoración de la información suministrada

Por ello, considera la sentencia objeto de análisis que se ha de dar preponderancia a lo objetivo (fiabilidad, coherencia, verosimilitud de la información dada por el testigo, así como encaje con el resto de pruebas practicadas), frente a lo subjetivo (actitud del testigo).

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